California mantuvo abiertas las fábricas penitenciarias; los presos trabajaron por centavos mientras se propagaba el COVID-19 - Los Angeles Times
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California mantuvo abiertas las fábricas penitenciarias; los presos trabajaron por centavos mientras se propagaba el COVID-19

California mantuvo abiertas las fábricas penitenciarias
Robbie Hall ganaba 60 centavos la hora cosiendo mascarillas en una fábrica dentro de una prisión de mujeres en Chino. Fue hospitalizada con un caso grave de COVID-19 en mayo, después de un brote en el lugar.
(Illustration by Alex Tatusian / Los Angeles Times)
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Mientras gran parte de California estaba sin actividad esta primavera, Robbie Hall zurcía mascarillas 12 horas al día en una fábrica de costura dentro de una prisión de mujeres en Chino. Hall y otras mujeres produjeron cubiertas faciales durante varias semanas, por miles, pero se les prohibió usarlas, relataron.

Las costureras encarceladas en la Institución de Mujeres de California se preocupaban cada vez más: la tela que utilizaban provenía de la prisión de hombres cercana, donde un brote terminó matando a 23 reclusos. Y su jefa visitaba regularmente ambas instituciones.

“¿Estamos a salvo si ella va y regresa aquí?”, Hall recordó haber preguntado a sus compañeras de trabajo, mientras cosían.

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Entonces sucedió.

A principios de mayo, un brote de COVID-19 estalló en el taller de costura; al menos cuatro trabajadoras encarceladas enfermaron, incluida Hall, quien pasó semanas en el hospital, luchando por respirar.

El sistema penitenciario de California tomó medidas drásticas para combatir el coronavirus; puso un alto en los programas de rehabilitación, los servicios religiosos y las clases. Pero las autoridades penitenciarias mantuvieron algo clave en funcionamiento durante gran parte de los últimos seis meses: las fábricas de las prisiones.

Hall fue una de los miles de trabajadores encarcelados que siguieron atareados en sus puestos de alto riesgo durante la pandemia, ganando salarios que oscilaban entre ocho centavos y un dólar la hora. Cocinaban y caminaban de celda en celda entregando las comidas.

Limpiaban todo, desde las duchas comunales hasta las unidades dedicadas a enfermos de COVID-19 en los hospitales penitenciarios. Trabajaron, además, en los talleres carcelarios fabricando productos, como cubiertas faciales, desinfectantes para manos y muebles, que se vendían a agencias estatales por millones de dólares.

En medio del impulso por la producción, las fábricas siguieron funcionando incluso cuando los casos aumentaban dentro de las correccionales, según entrevistas con más de 30 reclusas en la prisión de mujeres en Chino y en la prisión estatal de Avenal para hombres, incluidos algunos que se infectaron con coronavirus.

Las fábricas reunían a presos que estaban alojados en diferentes unidades, lo cual aumentaba el riesgo de propagar el patógeno a otras áreas dentro de las cárceles, descubrió The Times.

El personal fabril, dijeron, advirtió que los reclusos se quedarían sin sus trabajos -su única fuente de ingresos- si perdían un día. Algunos confesaron haber sido amenazados con medidas disciplinarias que podían poner en peligro sus posibilidades de salir de prisión si se negaban a trabajar por temor al COVID-19.

En la prisión de Chino, expusieron las trabajadoras, los supervisores siguieron aumentando las cuotas diarias, de 2.000 a 3.000 y luego a 3.500 mascarillas faciales. Los siete días de la semana, las mujeres cosían hasta que les dolía el cuerpo y lo único que podían hacer por la noche era colapsar de sueño en sus celdas.

Era “como una fábrica con esclavas”, reconoció Hall. “Cuanto más les dabas, más querían”.

The Times envió preguntas detalladas y solicitó entrevistas con los jefes de agencias estatales responsables de las condiciones carcelarias, pero los funcionarios respondieron a través de representantes.

Michele Kane, portavoz de la Autoridad de la Industria Penitenciaria de California, que supervisa las fábricas, dijo en un comunicado que “las empresas esenciales y críticas”, como los servicios de alimentos, lavandería y fabricación de mascarillas y desinfectantes para manos, siguieron funcionando durante la pandemia. La agencia reconoció que otros productos, como los muebles, se fabricaban “cuando se consideraba seguro”, pero se negó a precisar qué otros talleres habían permanecido operativos.

Kane destacó que la agencia redujo la dotación de personal carcelario en las fábricas, impuso el distanciamiento social y decidió cuándo clausurar o reabrir las operaciones, en consulta con el departamento correccional y el administrador federal designado por el tribunal, que supervisa la atención médica dentro de las prisiones de California.

Dana Simas, portavoz del Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California, señaló en un comunicado que la agencia sigue los protocolos de aislamiento y cuarentena aprobados por el administrador federal. El comunicado indica que la agencia tomó “medidas extraordinarias para abordar el COVID-19” en las cárceles, como proporcionar al personal y los reclusos equipos de protección.

Pero las entrevistas con los trabajadores confinados pintan un cuadro inquietante sobre las tareas penitenciarias durante la pandemia: salarios escuálidos, un cuestionable control de infecciones y la amenaza de más tiempo en prisión sobre sus cabezas.

Los partidarios del trabajo penitenciario afirman que la práctica ayuda a cubrir los costos del encarcelamiento, proporciona habilidades laborales y reduce las tasas de reincidencia. Pero académicos legales y defensores de los derechos civiles han criticado durante mucho tiempo el trabajo penitenciario, al cual consideran una explotación y parte del legado histórico de la esclavitud; una profunda injusticia, aseguran, ahora magnificada por el COVID-19.

“Es una decisión burocrática que la gente siga trabajando por centavos la hora durante una pandemia”, expresó Kate Chatfield, directora de políticas de Justice Collaborative, una organización nacional que aboga por la reforma de la justicia penal. “Esto debería horrorizar a todos los que quieren vivir en una sociedad civilizada”.

La Autoridad de la Industria Penitenciaria de California, una agencia estatal conocida como CALPIA, supervisa aproximadamente a 7.000 trabajadores encarcelados en todo el estado. A través de CALPIA, la mano de obra de reclusos fabrica de todo, desde banderas estadounidenses, placas de matrícula y galletas de canela, hasta muebles que se encuentran en las oficinas de casi todas las agencias estatales.

Los productos de tela son la mayor fuente de ingresos de CALPIA en cuanto a fabricación, con ingresos de 23.7 millones de dólares en 2019, y los muebles no se quedan atrás, con una recaudación de 16.9 millones de dólares, según una auditoría reciente.

El sistema penitenciario estatal es el principal cliente de CALPIA y representa alrededor de dos tercios de las ventas. Otros clientes importantes incluyen el DMV, el Departamento de Silvicultura y Protección contra Incendios de California y el Departamento de Servicios de Atención Médica.

El 1º de abril, la Junta de la Industria Penitenciaria de 11 miembros se reunió y acordó pagarles a los trabajadores reclusos horas extras, aunque a un miembro de la junta le preocupaba que ralentizaran la producción “solo para ganar horas extras”.

El gerente general de CALPIA, Scott Walker, reconoció en el encuentro que no podía justificar mantener abiertas las fábricas para producir bienes “que no sean críticos”, como zapatos, muebles o quitanieves para Caltrans. Walker admitió que había estado “luchando con esta cuestión durante días”, mientras pensaba en “exigir que la gente venga a trabajar durante este proceso para construir un escritorio”.

Walker llegó a la conclusión de que la agencia “tal vez debía equivocarse hacia el lado del conocimiento médico y decir: ‘Escuchen, pongamos un alto a todos esos paseos no esenciales por el patio, a mezclarse con otra gente en una fábrica… Simplemente hagamos lo esencial”, según una transcripción de la reunión.

La fábrica de muebles cerró en la prisión estatal de Avenal, en el condado de Kings, al día siguiente. Pero no por mucho tiempo. Solo 27 días después, el 29 de abril, reabrió sus puertas. Los primeros presos y el personal dieron positivo por coronavirus a mediados de mayo.

Alrededor de la tercera semana de mayo, un recluso que trabajaba en la fábrica de muebles dio positivo y fue puesto en aislamiento, según dos de sus compañeros, que hablaron bajo condición de anonimato por temor a represalias.

Todos habían estado expuestos al hombre, pero un supervisor anunció que si no se presentaban en la fábrica al día siguiente, se haría un ‘informe’: una medida disciplinaria seria, que representa una mancha negra cuando se solicita la liberación a la junta de libertad condicional. “Nos impide salir anticipadamente”, explicó uno. “Algunos de nosotros volvimos a trabajar. Y otros contrajimos el virus”. En su caso, enfermó seriamente de COVID-19.

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Kane, la vocera de CALPIA, destacó que la agencia no había recibido quejas que alegaran que los trabajadores de las fábricas de muebles habían sido amenazados con medidas disciplinarias por negarse a hacer tareas durante la pandemia.

El taller no cerró hasta el 28 de mayo, según CALPIA. Ello se produjo en respuesta a un brote en el piso, indicaron los trabajadores. El sitio reabrió el 18 de junio, relató Kane, pero luego cerró durante otras dos semanas, en julio, después de otro brote, narraron los trabajadores.

A fines de ese mes, los casos de coronavirus en la prisión habían superado los 1.400 y cinco reclusos habían muerto.

“¿Por qué el dinero es más importante que las vidas humanas?”, preguntó David Burke, quien está encarcelado en la prisión estatal de Avenal. “Los presos son solo un negocio”.

Como presidente del Consejo Asesor de Reclusos de su patio, Burke recibe informes internos sobre las operaciones de la prisión, incluidos los asuntos relacionados con el coronavirus. A mediados de agosto, señaló, el 83% de los internos se habían infectado de coronavirus en el patio de la fábrica de muebles.

La prisión había aumentado el riesgo de propagar el patógeno en mayo, al permitir que trabajadores de cuatro unidades de vivienda diferentes ingresaran a la fábrica de muebles después de que uno de ellos diera positivo, comentó Burke.

Incluso operando con un equipo básico durante la mitad de julio, el taller produjo muebles por más de $300.000 ese mes, precisaron los internos.

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Según Kane, la fábrica de muebles en Avenal está trabajando en una orden para un programa de abuso de sustancias, que los funcionarios carcelarios esperan lanzar allí. CALPIA actualmente usa solo a presos de unidades de vivienda donde las infecciones se “consideraron como resueltas, y trabajadores de las mismas cohortes que ya viven, comen y recrean juntos”, expuso la vocera.

A fines de septiembre, dos reclusos de Avenal murieron en hospitales externos, lo cual elevó el total a siete. Hasta el viernes pasado, 296 empleados y 2.931 internos de la prisión se habían infectado.

Muchos juristas y defensores de los derechos civiles argumentan que el trabajo penitenciario contemporáneo es una forma de opresión permitida por la Decimotercera Enmienda, que prohibió la esclavitud y la servidumbre involuntaria “excepto como castigo por un delito”. El lenguaje fue un compromiso, una forma de preservar la esclavitud en una configuración diferente, consideró Michele Goodwin, profesora de derecho en UC Irvine.

“Esta enmienda dice: ‘¡Adelante! ¡Está bien!’. Le hemos dado autoridad al estado para hacer esta forma de esclavitud [en la cual] la gente puede realizar trabajo no remunerado o con un pago mínimo”, agregó la docente.

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En las décadas posteriores a la Guerra Civil, los estados del sur aprobaron leyes que apuntaban a los negros por delitos frívolos como la vagancia. Encarcelados en masa, se vieron obligados a trabajar para la industria privada en minas de carbón, fábricas de ladrillos, plantaciones y otros lugares; un sistema de “arrendamiento de convictos” en virtud del cual los funcionarios de prisiones a menudo cosechaban las ganancias.

Hoy, las disparidades raciales tras las rejas siguen siendo marcadas. Los negros representan aproximadamente el 6.5% de la población total de California, pero comprendían más del 28% de sus prisioneros a fines de 2018, la fecha más reciente para la cual existen datos.

Por ley, se puede exigir a “cualquier recluso capaz” que “realice cualquier tarea que se considere necesaria” para el funcionamiento de la prisión. Aunque un penal puede tener en cuenta los deseos individuales, por ejemplo, una preferencia por un programa educativo sobre la labor, no tiene por qué acceder a ello. Una vez en el trabajo, aquellos que se niegan a hacerlo o no se desempeñan “dentro de sus capacidades” se enfrentan a una acción disciplinaria, que puede llevar a la negación de la libertad condicional.

Varias personas de limpieza y personal de cocina afirmaron a The Times que tenían miedo de infectarse en el trabajo, pero que no podían poner en peligro sus fechas de liberación.

A prison, with tall fences, barbed wire, and a guard-tower
El penal California Institution for Women, en Chino, tuvo un brote de coronavirus.
(K.C. Alfred / San Diego Union-Tribune)

“Solo intento salir con vida”, comentó Sheri Hughes, trabajadora de cocina en la prisión de Chino, donde las reclusas provienen de diferentes unidades de vivienda y varias se han infectado. “No fui condenada a muerte en prisión”.

Los trabajadores encarcelados en California y otros estados no están clasificados como empleados. No pueden obtener beneficios de desempleo, no tienen licencia por enfermedad o tiempo libre remunerado. La escala salarial está establecida por la ley estatal; muchos trabajos pagan ocho centavos la hora; los de CALPIA pagan más, entre 35 centavos y un dólar la hora.

Debido al salario inicial ligeramente más alto, las tareas en las fábricas son más buscadas, y los trabajadores solicitan puestos. Aún así, los bajos sueldos hacen que sea imposible mantener a la familia o ahorrar. Muchas personas salen de la prisión profundamente endeudadas por los honorarios impuestos por los tribunales.

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Las tareas de cocina, limpieza y fabricación de muebles son fundamentales para el funcionamiento de las cárceles estatales, que actualmente encierran a unas 100.000 personas a un costo anual de 81.000 dólares cada una. Si a los trabajadores encarcelados se les pagara el salario mínimo, el sistema tal como existe hoy colapsaría, remarcó Chatfield, directora de políticas de Justice Collaborative.

“Si el costo se incrementara tanto”, expuso, “realmente tendríamos que reconsiderar a cuántas personas encarcelamos”.

Hall, de 58 años, creció en el sur de Los Ángeles y ha estado en prisión durante 35 años. La mujer cumple una sentencia de 15 años a cadena perpetua por el asesinato de un hombre que, según ella, la violó e intentó matarla cuando tenía 23 años.

Desde 1994 se le ha negado la libertad condicional en repetidas ocasiones. A Hall le gustaría contratar a un abogado para renovar el caso de que su delito fue en defensa propia, pero no puede permitírselo.

Hall dijo que cuando era niña fue abusada física y sexualmente. En las cárceles estatales de California, el 25% de las mujeres son negras, como Hall, según el departamento de correcciones, y el 92% ha sufrido abusos, de acuerdo a la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU).

Antes de la pandemia, Hall era conocida en la correccional como una consejera de sus pares y bailarina de alabanza en la iglesia; pasaba los domingos levantando los brazos hacia el cielo, liderando a los fieles en canciones que prometían un mañana más optimista.

La mujer es una orgullosa abuela de ocho nietos y bisabuela de cuatro, para quien mantenerse en contacto con la familia es fundamental. Sin embargo, no ha sido fácil hacerlo. Enviar un solo correo electrónico cuesta alrededor de 26 centavos -el costo de comprar una “estampilla” de JPay, la compañía que administra el sistema-. También depende de su salario, de 60 centavos la hora, para pagar sus necesidades básicas como jabón y alimentos, que se venden en el comedor de la prisión a precios muy altos.

Hall ha tenido muchos trabajos en prisión, incluido el de mesera de cocina, conductora de ambulancia y pintora.

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Cuando las horas en la fábrica de costura eran cada vez más largas, Hall no se opuso. Ella y las demás sintieron que tenían pocas opciones. Los supervisores les dijeron que serían reemplazadas si se negaban a hacer horas extras, comentó.

Cuando llegó abril de este año, los talleres de costura de las prisiones de todo el estado estaban fabricando más de 1.4 millones de mascarillas faciales. Principalmente éstas se destinaron a las cárceles, para uso de los reclusos y el personal, pero docenas de agencias estatales también habían emitido órdenes de fabricación. En el Centro de Capacitación Correccional, cerca de Salinas, la fábrica de costura funcionaba 14 horas por jornada, los siete días de la semana, según los registros.

Varias mujeres que cosían mascarillas en la fábrica de Chino sentían que se encontraban haciendo algo importante para salvar vidas. Estaban orgullosas de su arduo trabajo, incluso cuando criticaban las condiciones.

Aunque CALPIA insistió en que la agencia envió equipos de protección desde el principio, siete trabajadoras reclusas indicaron que los supervisores les dijeron en las primeras semanas que se meterían en problemas si utilizaban las mascarillas que fabricaban. No fue hasta mediados de abril que toda la prisión, incluida la fábrica, recibió cubiertas faciales para usar, señalaron las trabajadoras.

Las 40 mujeres que trabajaban en la fábrica estaban aterrorizadas cuando se enteraron de un enorme brote que comenzó en marzo en la cercana California Institution for Men. Entre el grupo había una mujer de unos 70 años, que usaba un andador.

Cada vez que el camión de la prisión de hombres llegaba con más tela, los supervisores no querían acercarse a la conductora “porque había estado expuesta allí”, relató Kellie Chivrell, la cortadora de paños de la fábrica.

Y así, la descarga de la pesada tela cayó sobre Chivrell. Ella reveló que la conductora, una empleada de CALPIA en la prisión de hombres, nunca usaba mascarilla y le dijo a Chivrell que no le habían dado ninguna. Poco después, ella dio positivo por coronavirus y pasó semanas en la enfermería de la prisión.

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En un momento, relató Chivrell, la correccional mezcló las pruebas y le dio por error un resultado negativo, que la liberó del aislamiento. Así, pasó 24 horas circulando entre la población general antes de que el personal penitenciario se diera cuenta del error (un portavoz del departamento de correccionales se negó a comentar, citando la privacidad de la paciente).

Respondiendo a preguntas detalladas de The Times, un representante de CALPIA afirmó que las horas extras eran voluntarias. El vocero reconoció que se transportaban mercancías entre las cárceles y que dos encargados habían visitado ambas instituciones en abril para brindar “apoyo crítico”, pero la agencia negó “la generalización de que había personal yendo y viniendo de forma continua”.

El brote en la prisión de mujeres de Chino, que se cobró las vidas de una reclusa y de una empleada, no puede atribuirse a ninguna causa.

Las mujeres en la prisión y sus defensores han criticado a los funcionarios por esperar hasta mayo para realizar pruebas masivas, así como por el incumplimiento de los guardias de usar mascarillas, ordenado a nivel estatal.

“¡Póngase la mascarilla facial, señor!” le pidió Hall a un oficial durante una entrevista telefónica.

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Cualquiera que sea la razón, la fábrica de costura resultó ser un terreno fértil para el virus. Desde allí, señalaron las trabajadoras, el COVID-19 se extendió por la prisión.

Fue una vecina quien encontró a Hall tirada en el suelo de su celda, sin aliento y sin habla. Ella agitaba las manos tratando de señalar “222”, el código de prisión que indica una emergencia.

El 8 de mayo, los paramédicos llevaron a Hall al Riverside Community Hospital. Allí pasó semanas en las que, por momentos, perdía la consciencia mientras luchaba contra una neumonía vinculada con el COVID-19.

Cuando fue dada de alta, regresó a la prisión con un tanque de oxígeno. También había desarrollado un caso doloroso de herpes zóster y necesitaba un andador para moverse.

En total, 352 reclusas y 85 empleados se infectaron de coronavirus en la prisión de mujeres de Chino. En todo el estado, las autoridades penitenciarias dicen que no rastrean las infecciones de los trabajadores encarcelados por separado de la población en general, por lo cual no está claro cuántos de los 15.121 internos que arrojaron resultados positivos en las pruebas tenían tareas en fábricas u otros trabajos.

Sin duda, hay muchos factores vinculados con la propagación del COVID-19. Las cárceles estatales están por encima de su capacidad y los dormitorios y celdas abarrotados hacen imposible el distanciamiento social.

“¿Qué mantiene las cárceles más seguras? Tener menos personas en ellos”, destacó el Dr. Stefano Bertozzi, profesor de política y gestión de salud en la Escuela de Salud Pública de UC Berkeley. “Necesitamos acelerar las liberaciones”.

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Aunque seguía con problemas para respirar y teme a una reinfección, Hall necesitaba dinero para comprar pasta de dientes y champú, y trató de regresar al trabajo. Pero se sintió demasiado débil y tuvo que retirarse.

A medida que las temperaturas se elevaban este verano dentro de la prisión, donde no hay aire acondicionado, Hall usó lo último de sus ganancias para comprar un ventilador de $49, que se rompió casi de inmediato. Sin trabajo, no puede adquirir otro.
La fábrica dejó de producir mascarillas faciales en la primavera, relataron las mujeres. Más recientemente, han cosido los pantalones y las camisas naranjas que usan los internos bomberos de California.

Para Hall, la pandemia profundizó su comprensión de cómo son las cosas. El sistema penitenciario, dijo, “nos mantiene como un árbol que da dinero”.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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